miércoles, 21 de abril de 2010


La calle Cid


Durante los años treinta una calle de Barcelona estuvo fuera del mapa



Recuerdo aquellos días con nostalgia. Caminando arriba y abajo por la calle Cid, del ocaso al alba. Allí las noches eran eternas. Las caras de los habituales, pálidas, tomaban un tierno color rojizo a partir de la segunda copa. - "¿Quién añora el calor del sol, entre mujeres y botellas de alcohol?" - Al dueño de "La Criolla" le gustaba deleitar a sus parroquianos con un par de versos por noche. De inmediato, decenas de manos en alto chocaban sus copas brindando en su honor. Una fauna entrañable. Lejos de aquellas aceras eran tachados de parásitos que, incapaces de enfrentarse al mundo real, se ahogaban cada noche en las alcantarillas del éxtasis. Ex presidiarios, marineros, prostitutas, flacos adictos al veneno… Todos se acogían mutuamente. Protegiéndose de los temibles altibajos del mundo exterior. Dentro de aquella cantina, vicio. No buscaban nada más y tampoco lo necesitaban. Había viudas en busca de cariño, veinteañeros perdidos entre la inocencia y el cansancio, y curas sin sotana con deseos de volver a nacer. Algunos venían esporádicamente, otros, la mayoría, se hacían llamar "los residentes". Pero todos éramos iguales. A mi me gustaba ir entrando y saliendo para olisquear los humos de esa calle y, de paso, entrar en "Cal Sacristà"; el otro escondite. Clubes hermanos aunque, el segundo, nunca tuvo el encanto natural de "La Criolla". Mis visitas duraban poco, lo que tarda un desagüe en tragar cuatro dedos de Scottish. Y nunca pagué nada, siempre saltaba alguna voz alegre que me invitaba a cualquier capricho. Para muchos yo era su ángel de la guarda, aunque nunca les amparase. - "¡Otra para el despierto!" - Solían gritar irónicamente. Y entonces los músicos aceleraban el ritmo y los cuerpos sudados enloquecían en un baile de manualidades y miradas furtivas. Hasta las paredes parecían gozar. Cuando la cosa empezaba a desmadrarse, me desentendía y salía a despejarme a la luz artificial de la calle Cid. Colmada de letreros brillantes que parpadeaban torpemente. Algunas farolas iluminaban a mendigos derrotados a sus pies. Mientras los invertidos jugaban con las sombras para despistar a los hombres que buscaban satisfacción a cualquier precio. Era un paisaje único y salvaje. Quizás por eso me atrapó durante tantos años. Entre su niebla y esa feliz amargura. Entre silencios y chismorreos sobre aquello que hizo aquél mientras nadie observaba. Pero para mí no había secretos. De alguna manera despertaba el respeto de todos ellos. Será porque mantuve las distancias y no me comprometí personalmente con nadie. Como el líder de un batallón. Mis idas y venidas eran siempre bien recibidas. Cuando ya no me sostenía sin apoyo, alguien me agarraba hasta la barra y me servía "otra". Éramos una familia. Una pandilla de desdentados que exprimía lo bueno de la vida, por si mañana nos la quitaban. A veces me sentía el único realmente vivo de por allí. Quizás porque aun tenía responsabilidades y sentía remordimientos. Pues cuando "La Criolla" y "Cal Sacristà" cerraban sus puertas al alba, se oía a los desechos suplicarme - "¡Sereno! Sereno, ¡déjame entrar en mi casa!" - Y yo me escondía callado y medio moribundo bajo los cartones y dormía hasta el ocaso.





1 comentario:

  1. Cura sin sotana..que poco original k eres hijo xD

    En cuanto al resto del texto se podría decir q algo flojo. Aunque con la frase "otra para el despierto" queda más o menos compensada la cosa ;)

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